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Rudimentos para una teoria de génesis social de las funciones del self y de los ajustes creadores en el universo infantil
GRANZOTTO, R.L; MÜLLER, M.J. \"Rudimentos para una teoría de génesis social de las funciones del self y de los ajustes creadores en el universo infantil. Revista de Terapia Gestalt. Madrid, Asociación Española de Terapia Gestalt, n. 32 (Cambio Social), 2012.
1. Teoría del desarrollo infanto-juvenil en la literatura Gestáltica.
A pesar de los esfuerzos de Michel Vincent Miller (1999) y Gordon Wheeler (2002, 1998), en los Estados Unidos de América, en el sentido de producir una teoría Gestáltica del desarrollo infantil inspirada en categorías fenomenológicas, muy próxima de aquellas empleadas en la obra Terapia Gestalt (1951), no hay, en la literatura de la terapia gestáltica, una teoría del desarrollo infantil pensada a partir de la teoría del self; específicamente, en Brasil, se puede decir lo mismo. Tenemos excelentes profesionales y una tradición consolidada de intervención gestáltica en la clínica infanto-juvenil. Cometeríamos impagables injusticias si fuésemos a citar nombres, pues felizmente son muchos. Pero, infelizmente, en el campo de la producción bibliográfica, la cantidad de trabajos publicados no refleja la calidad de aquella tradición. En compensación, los trabajos efectivamente publicados son de altísimo nivel y demostraron la preocupación de los autores en el sentido de entregar, a los clínicos, una versión gestáltica de los procesos de desarrollo en el niño y en el adolescente. Nuestra propuesta aquí se limita a incrementar esa versión gestáltica introduciendo una lectura de los procesos de desarrollo en el niño y en el adolescente a la luz de la teoría del self.
En lo que se refiere a las publicaciones en nuestro vernáculo, vale destacar los artículos de Myriam Bove Fernandes (1998, 1996, 1995, 1992) y la disertación de Rosana Zanella (1992), los cuales postulan la necesidad de pensar la problemática del desarrollo a la luz del abordaje gestáltico, lo que significa decir, sin hacer concesiones a un tipo de lógica determinista, que haría de los primeros acontecimientos de la vida del niño el vector inquebrantable de lo que viniese a suceder después. Myriam y Rosana se valen de la obra Terapia Gestalt (1951) para elucidar una comprensión de desarrollo pensada a partir de la noción de auto regulación. Ninguna de ellas, sin embargo, incluye las categorías pertenecientes a la teoría del self, especialmente aquellas conocidas como funciones del self: función ello, función de acto (Yo) y función personalidad. Tal vez, porque el objetivo de sus trabajos consiste en pensar más la práctica clínica gestáltica y menos los temas metapsicológicos.
Aún en el campo de las publicaciones, debemos destacar el trabajo de Luciana Aguiar. A partir de su respetable práctica clínica, Luciana Aguiar lanzó, en 2005, una obra decisiva para el futuro de las investigaciones sobre la práctica clínica gestáltica en el universo infantil. Se trata del libro “Terapia Gestalt con niños: teoría y práctica” (2005), en el cual presenta, además de una detallada discusión sobre la sistemática de la clínica infantil y sobre las estrategias de intervención internacionalmente consagradas, una comprensión del desarrollo infantil a la luz de las categorías-clave de la terapia Gestáltica presentadas en las dos primeras partes de la obra Terapia Gestalt (1951), especialmente las nociones de awareness, contacto y ajuste creativo. Además, ella comprende un respetable esfuerzo de integración de las categorías diagnósticas empleadas por los renombrados terapeutas gestálticos en Brasil y el exterior, en el sentido de configurar una base de referencia para la actuación clínica con niños. No obstante ella citar, en el capítulo que se intitula “El desarrollo del ser humano bajo la perspectiva de la terapia Gestáltica”, la importancia de la noción gestáltica de self para comprender el desarrollo, ella tampoco utiliza las categorías específicas de la teoría del self, por ejemplo, las funciones elementales, cuyo génesis queremos ahora establecer.
En el ensayo que ahora presentamos, queremos unir fuerzas a las reflexiones de los colegas antes mencionados y de otros más, en el sentido de producir subsidios que puedan contribuir para la consolidación de una teoría gestáltica del desarrollo infanto-juvenil. No es nuestro interés por ahora reflexionar sobre la práctica clínica en el campo infantil, incluso por que tal trabajo ya fue magistralmente establecido por las autoras más arriba mencionadas. Nuestra modesta contribución pretende agregar, a las reflexiones hasta aquí establecidas, las categorías empleadas en la teoría del self. Se trata, en este primer ensayo, de comprender el génesis de las funciones de campo sobre las cuales estamos ocupándonos, precisamente, las funciones ello, función de acto (Yo), y función personalidad. Nuestra hipótesis es que ellas son adquisiciones del creciente proceso de socialización y de los conflictos que en él se establecen.
Así como Michel Vincent Miller, apoyaremos nuestra hipótesis en los cursos que Maurice Merleau-Ponty ofreció en La Sorbona, hasta 1949, en la cátedra de Psicología del Niño. Vamos a utilizar los interlocutores de Merleau-Ponty (especialmente Henri Wallon, Paul Guillaume, Elza Köller y Jacques Lacan) para conjeturar, en las diferentes regiones de desarrollo pensadas por los autores, el posible génesis de las funciones del self y los posibles ajustes que los niños puedan estar operando. Mientras tanto, no estaremos preocupados con la efectividad de esas regiones o de la cronología a ellas asociada. Ambas son hipótesis auxiliares que nos ayudarán a postular una ficción sobre como posiblemente el sistema-self se crea y se desarrolla como un emprendimiento social.
2. Incompletitud infantil, el semejante y los ajustes de llenado
Incluso siendo verdad que, hasta alrededor de los 6 meses después del nacimiento, cuando finalmente se completa el proceso de mielinización de las terminaciones nerviosas, el cuerpo humano todavía carece de un sistema consolidado de articulación entre el horizonte externo y el horizonte interno de sus vivencias perceptivas, él ya manifiesta los efectos de los procesos de socialización a los cuales está sometido. Lo que significa decir que, no obstante la indistinción entre el “interior” y el “exterior”, para el niño, el semejante es una dimensión notable y originaria, a partir y por medio de la cual produce ajustes creativos. Es verdad que esos ajustes todavía no caracterizan genuinas vivencias de contacto ente el pasado asimilado y el futuro de posibilidades. Incluso por que, a esa altura de la vida, el niño aún no tiene un fondo adquirido, no se presentó a él una función ello. Igualmente podemos comprender la vigencia de ciertas deliberaciones motoras, las cuales desde 1942 Fritz Perls reunía bajo el nombre de funciones de acto (Yo).
Conforme Merleau-Ponty (1949), Paul Guillaume se admira con los espasmos esbozados por un niño de 9 días cuando el campo visual del mismo es invadido por la fisonomía adulta. La diferencia en la intensidad de los movimientos esbozados ante el rostro humano o ante los objetos inanimados hace creer que, a pesar de la aparente “incompletitud” (Guillaume, apud Merleau-Ponty, 1949, p. 309), el niño es “sensible” a las apelaciones implícitas en el “modo de mirar” emprendidas por el adulto. Incluso siendo imposible afirmar que pueda distinguir entre el cuerpo propio y el cuerpo del semejante, las reacciones que esboza nos permiten conjeturar que él es afectado por demandas, las cuales, en ese momento, no son más que “voces”, “miradas”, “sensaciones táctiles” y otras tantas más vividas de manera parcial e impersonal. Con 2 meses de vida, incluso precisando fijar la mirada en la mano del adulto a quien observa, el niño ensaya en su propia mano los movimientos observados. Hay ya ahí sino una transitividad al menos una capacidad de trascendencia y, en ese sentido, de participación en el mundo. Más tarde, por vuelta de los 3 meses, ahora según el comentario de Henry Wallon (cfe Merleau-Ponty, 1949, p. 309), los niños gritan sometidos a un ambiente con muchas voces humanas, como si hubiesen sido “contaminados” por aquellos sonidos. Se trata de reacciones alucinatorias frente a acontecimientos que parecen exigir mucho más de lo que el niño puede ofrecer. Lo que evidencia, por un lado, la aparición primordial de una función creativa, solidaria a los eventos de campo que estén sucediendo, que es la función de acto (Yo); por otro, la aparición de un primer ajuste creativo, que es el llenado alucinatorio.
Ya en la obra Yo, Hambre y Agresión (1942) Fritz Perls abogaba a favor de la tesis de que hay, incluso para los recién nacidos, una función activa, no distinta de la propia actividad muscular, la cual denominaba de función Yo. En 1936, Perls presentó, en Checoslovaquia, con ocasión del Congreso Internacional de Psicoanálisis de aquel año, un trabajo que trataba de las resistencias orales. Su objetivo era mostrar, contra lo que era canon en la teoría psicoanalítica freudiana de la época, que incluso niños muy pequeños, en fase de formación de la dentición, ya estaban provistos de una capacidad de deliberación, independientemente de aquello que se suponía ser una pulsión o un instinto. Tal capacidad, además, precedería la formación del campo pulsional. Perls la denominó de “función Yo”. Nosotros sugerimos traducir por “función de acto”, considerando que la noción de “Yo” a que hace referencia Perls tiene relación con la capacidad de actuar, según la manera como Kurt Goldstein (1939) entendía la acción del organismo (o de las células) en el medio . Es por esto que, para Perls (1942), Yo (entendido como acto) corresponde a una función del organismo en el medio; en el sentido en que se considera que la respiración tiene relación con una función de los pulmones en el cambio de gases del organismo: “pulmones, gases y vapor son concretos, pero la función es abstracta –aunque real.” De la misma forma, “el Yo es igualmente una función del organismo” (p. 205), pero no una parte de él. Esa función, además, no estaría precedida por una orientación o “saber” previo; motivo por el cual, en el caso de los niños recién nacidos, las reacciones motoras (equivalentes de la propia función Yo) parecerían alucinatorias.
De hecho, en ese primer momento, en que la fisiología primaria del niño aún no consigue autorregularse integralmente, en que no hay para él un repertorio de hábitos adquiridos y, consecuentemente, una orientación intencional espontánea (awareness sensorial) la función de acto (Yo) opera de manera casi errática. Se trata de una especie de deliberación difusa. Ella es especialmente verificable cuando los niños están sometidos a los estímulos y a las demandas afectivas que los adultos formulan en la forma de “voz”, “mirada”, “toque”, en fin, gestos indistinguibles para el niño. Para luchar con esas demandas, la función de acto (Yo) alucina reacciones, por medio de varios expedientes desvinculados de las posibilidades o expectativas sociales, como el balbuceo, la ecolalia, el grito, el lloro, la fijación perceptiva, los espasmos musculares, entre otros. Tales reacciones caracterizan la primera versión de aquello que pasaremos a llamar de “ajustes de llenado”. Como todavía no está disponible para el niño un repertorio de hábitos adquiridos, como no hay un fondo formado y, en ese sentido, una función ello disponible, la función de acto (Yo) necesita alucinar el fondo a partir del cual podrá, sino responder, al menos establecer una forma de satisfacción posible frente a las demandas. Lo que significa que tales comportamientos alucinatorios no son, de forma alguna, patologías (las cuales debiésemos denominar de esquizofrenias infantiles) o desvíos en el desarrollo infantil. Son ajustes creativos, invenciones de la función de acto (Yo) para lidiar con aquello que se presenta más allá de las posibilidades materiales del niño en esa edad, precisamente, la demanda afectiva. La característica fundamental de esos ajustes consiste en la habilidad de la función de acto (Yo) para llenar la angustia (resultante de la ausencia de respuestas frente a las demandas) por medio de sonidos, movimientos y conductas de fijación, los cuales harían las veces de la función ello hasta entonces ausente.
Es posible, entre tanto, que la función de acto (en el niño hasta los 6 años) busque apartar o aniquilar las demandas – las cuales, en ese momento, se presentan a él de forma incoativa y sin cualquier sentido. La función de acto (Yo) puede hacerlo por medio del aislamiento social o mutismo de comportamiento, los cuales, acaso sean muy frecuentes y se prolonguen después de los primeros 36 meses de vida, pueden constituir pronóstico de autismo. Aún que no tengan a su disposición, tal como suele suceder a los ajustes de llenado, un fondo de hábitos disponible, diferentemente de estos, los ajustes producidos por los niños autistas – y que llamaremos de ajustes de aislamiento - no se ocupan de producir respuestas a las demandas. Para los niños con menos de 1 año, los ajustes de aislamiento cumplen tan solamente la función de aniquilar las demandas, de suerte a librarlos de la tensión causada por no poder identificar lo que de ellos se quiere. La persistencia de las respuestas de aislamiento después de eso indica que una condición especial se estableció, precisamente, que posiblemente estemos ante una personalidad autista.
3. La sociabilidad incontinente, el “pequeño otro” y los ajustes delirantes
Entre los seis meses y el primer año de vida, tenemos aquello que, hipotéticamente, podríamos considerar ser la primera etapa de la primera infancia –a la cual Wallon (conforme Merleau-Ponty, 1949, p. 310) denomina de vivencia de la “sociabilidad incontinente”. Diferentemente de antes, el cuerpo-propio y el del semejante ya no son más, para el niño, indistintos y con función social incipiente. Posiblemente como resultado de la maduración de la fisiología primaria, el niño parece circular entre los horizontes interno y externo de sus vivencias perceptivas, aún no como un individuo consciente de sí, pero como habitante de un sistema de equivalencias motoras intercambiables. Del mismo modo como puede ver el dedo herido y sentirlo doliendo, él parece entregado a un transitivismo primordial, vivido, sobre todo, en las relaciones parentales, como si pudiese asumir el cuerpo de los padres, de suerte a confiar a ellos el dolor que estuviese sintiendo. Las demandas ya no son tan indistinguibles como antes. Las voces, los mirares, los toques están interligados en la forma de juegos sociales elementales, frente a los cuales el niño tiene una actitud ambivalente. En cierta medida, podemos decir que la demanda que el niño comienza a enfrentar es la inclusión en un vínculo comunitario también conocido como “juego”.
La principal diferencia, entre tanto, en relación al momento de la descompletitud inicial, tal vez consista en el hecho de que, más que la demanda calificada, el niño es ahora sorprendido por la expresión, en sí, de algo que él mismo ni siquiera escogió, precisamente, el hábito motor. Como que, por milagro, los primeros pasos –antes ensayados- dan lugar a un andar “automático”, aunque tropezando, como si esa habilidad ya estuviese allí desde siempre, tan sólo aguardando la maduración ósea y muscular. El niño comienza a vivir la autodonación de hábitos motores de todo orden, los cuales constituyen la primera aparición de aquello que llamamos de “excitación disponible” o “función ello”. Se trata, en verdad, de la primera manifestación del mundo intersubjetivo no más como dato de realidad, sino como “pequeño Otro”, fondo de orientación sensorial o awareness sensorial. Hay ahora para el niño (en cuanto función de acto) una espontaneidad que se impone no más a partir de las demandas en la realidad, sino a partir de una inactualidad sobre la cual ni él ni nadie tiene control. El “mirar”, la “voz” el “gemido”, en fin, las demandas afectivas que antes se presentaban al niño a partir de los gestos de los semejantes; tales demandas ahora parecen brotar en el propio cuerpo del niño, como capricho, maña, carácter, en fin, modo de gozo: repetición espontánea de las marcas del mundo natural y social en su pequeño cuerpo. Ese es el sentido profundo de la noción de hábito motor y la razón por la cual, más que una adquisición anatomofisiológica o cognitiva, él es una adquisición afectiva o, simplemente una excitación. Tal significa decir –permítannos este paréntesis- que el hábito motor, así como todos los hábitos, no son representaciones de contenidos determinados. Cuando mucho, podríamos decir que ellos son vestigios de contenidos que no existen más y que nunca sabremos si existieron. Se trata del rastro de un origen para siempre perdido y que, por consiguiente, no autoriza cualquier suerte de interpretación que pudiese restituir al hábito su sentido o valor. Desde este punto de vista, un hábito no es cierto o equivocado, bueno o malo, agradable o desagradable, placentero o aburrido. Él es un modo de gozo. Un modo de gozo que puede presentarse como motivo indescifrable de aquello que, por tantos otros motivos, nosotros nos decidimos transformar, decidimos hacer.
La copresencia de ese pequeño Otro, que es la excitación en cuanto hábito motor, no es por sí sólo garantía de que nuestra acción pueda presentarse investida de una orientación. Tal es perfectamente verificable junto a los niños entre los 6 meses y 1 año, aproximadamente. Sucede que, en ese momento, pero no exclusivamente en él, somos atravesados por una miríada de hábitos que se donan como orientación, al punto de perdernos. A la orilla del mar, el pequeño caminante no consigue decidir entre correr, saltar, enterrar los pies en la arena, gritar o chutar la pequeña ola que alcanza su canilla. Más que las posibilidades viabilizadas por la realidad material en que está inserido, el niño ahora tiene acceso a múltiples orientaciones motoras que lo sorprenden y que, en aquel momento, valen para él como excitaciones. Dividido entre tantas orientaciones parece atrapado. La insistencia del padre y de la madre para que coloque las conchitas en el balde de plástico no parece concentrarlo. El límite entre la diversión y la angustia es tenue. Rápidamente el entusiasmo se transforma en irritación. Se levanta, eleva los brazos, grita para el mar, apunta con el dedo en la dirección del horizonte, mira para el cielo, cae sentado… Vuelve a levantarse, cae nuevamente…; y esa secuencia parece divertirlo. El juego que finalmente encuentra no está fundado en una orientación entregada por la realidad (por el padre, por la madre…), ni siquiera por un hábito dominante (que denunciase una preferencia). Se trata de una invención delirante, de una “asociación mágica” entre varios modos de jugar que lo invaden. Lo que nos permite reconocer, junto a los niños de alrededor de un año, la vigencia de un tipo específico de ajuste, que es el “delirio asociativo y disociativo”.
Antes de ocuparse de las posibilidades abiertas por la realidad material, la función de acto (en el niño de alrededor de un año) parece articular, entre sí, los varios hábitos que se presentan como fondo de excitaciones. La impresión que tenemos al observar los niños en esa edad es que las excitaciones que los alcanzan no tienen, entre sí, una organización espontánea, tal como aquella que nos permite reconocer la dominancia de un hábito sobre otro, o una jerarquía de preferencias. Como veremos a seguir, niños a partir de los 6 meses ya comienzan a demostrar cierto “estilo” de comportamiento, como si determinados hábitos volvieran con más frecuencia, de suerte que podemos afirmar que tienen ciertas preferencias. Pero, tal como en el caso del niño a la orilla del mar, todo pasa como si la función de acto (Yo) en él no pudiese contar con una orientación única. En otras palabras, todo pasa como si el fondo de excitaciones (que se donó al niño) no tuviese organización propia. En vez de una, vendrían muchas excitaciones, todas ellas con la misma intensidad o grado de importancia; lo que forzaría a la función de acto (Yo) a declinar de explotar la realidad para primero escoger, entre las excitaciones, cual es la más importante. O, incluso, es como si la función de acto (Yo) en el niño necesitase, antes de jugar, articular la curiosidad en torno de las mismas posibilidades (delirio asociativo). O, tal vez, distribuir la curiosidad entre tantas posibilidades hasta que restase una (delirio disociativo). Esas formaciones, que mucho recuerdan los cuadros de paranoia, no son, conforme nuestro entendimiento, patologías, sino ajustes posibles de cara a una probable desarticulación del fondo.
4. Sociabilidad sincrética y las primeras vivencias de contacto con awareness: ajustes ingenuos
De aquí no se sigue que, en su primer año de vida, los niños sean incapaces de establecer experiencias de contacto fluidas entre el fondo que paulatinamente se va formando y las posibilidades abiertas por el medio social y natural. En otras palabras, en su primer año de vida, los niños no producen sólo ajustes autistas, alucinatorios o delirantes. A partir de los 6 meses algunos hábitos se imponen como orientación dominante e inauguran el primer episodio de aquello que, en TG, se denomina de experiencia de contacto con awareness sensorial. Veamos algunos ejemplos de esos ajustes.
Wallon (según Merleau-Ponty, 1949, p. 311) describe la experiencia de la “confianza” que niños con 6 meses tienen en relación a sus cuidadores. Cuando perciben, en sus ambientes de origen, la presencia de los padres, ellos inmediatamente asumen posturas y comportamientos que los colocan bajo los cuidados de aquellos: extienden los brazos en la dirección de sus cuidadores, emiten sonidos que denotan un tipo de intimidad ya desenvuelta en relación a aquellos… Los comportamientos no son peculiares, como en el caso de los ajustes de llenado. Tampoco necesitan ser ensayados, como en el caso de los ajustes delirantes. Ellos suceden como si fuesen precedidos por un “saber hacer” inconsciente, que no es sino el fondo incipiente de excitaciones disponibles o, lo que es la misma cosa, hábito motor.
Ya a los siete meses se muestran capaces de solicitar, de sus cuidadores, una ligación corporal tal que excluye cualquier posibilidad de división entre ambos. He ahí, entonces, la primera versión de los celos, de los “celos “primarios”, que es equivalente al transitivismo motor entre el niño y su cuidador principal. Desde ese punto de vista, los celos primarios son un ajuste creativo cuya característica es la recreación del hábito de dominancia del cuerpo del semejante por medio del mirar, de la voz y del toque. Ante la presencia de un tercero, el niño retoma ese hábito de dominancia, de suerte a impedir cualquier forma de división entre él y su cuidador. No se trata todavía de una identificación personalista, de un narcisismo imaginário, que pudiese ser vivido como uma representación de si junto al cuerpo del semejante, como veremos un poco más adelante. Se trata, sí, de un narcisismo fundamental, fundado en la acción y, en ese sentido, imposible de ser representado o alienado en una imagen o valor social. Razón por la cual, cuando retorna en las relaciones adultas no puede ser removido, sublimado, en fin, elaborado por otros medios que no la propia repetición de la posesión.
Ya a partir de los 9 meses, cree Wallon (conforme Merleau-Ponty, 1949, p. 318), el niño parece capaz de retomar, en la forma de “crueldad”, la vivencia de la separación en relación a su cuidador principal. En cuanto ajuste creativo, la crueldad es una especie de “encantamiento sufridor” por alguien que da al niño la oportunidad de revivir la “sensación” de exclusión. En los términos de un comportamiento agresivo, el niño retoma –junto a alguien por quien alimenta simpatía- el gesto de separación infligido por el cuidador. Esta vez, sin embargo, es él quien excluye. Sus acciones no son justificadas por razones o motivos, tampoco acompañadas de evaluaciones o valores, no obstante la insistencia del medio social para que se responsabilice moralmente: pobrecito del otro niño, no haga eso que es feo… en verdad, aún no hay, para el niño en esta edad, cualquier tipo de awareness reflexiva sobre lo que él esté haciendo, o sobre la vinculación entre sus actos (en la actualidad de la situación) y las vivencias de separación en relación a sus cuidadores. Se trata solamente de una excitación que exige repetición y que continúa produciendo efectos por toda la vida. Si, en el niño con un poco más de un año, ella aparece en las conductas agresivas como el chute, la mordida, la palmada, o en conductas de exclusión física, como el huir, o esconderse, en los adultos, la crueldad reaparece en un sinnúmero de comportamientos, aunque frecuentemente acompañados de evaluaciones morales (introyectos).
La crueldad infantil, además, abre espacio para que, alrededor de los 14 meses, el niño pueda alcanzar una primera experiencia de sí, una primera apropiación de sí, que es el “reconocimiento a través de la dominancia”, el reconocimiento por medio del “poder’. No se trata, todavía de una relación imaginaria, en que el niño pudiese reconocer su ser en una imagen en la cual se alienase. El reconocimiento de sí no es diferente del reconocimiento de las posibilidades que él tiene en relación a ese otro cuerpo que se presenta para él en la realidad, que es el cuerpo del semejante. El niño todavía no se identifica a ese cuerpo, pero quiere dominarlo. El ser que quiere reconocerse es el ser de la dominancia. Y el medio que tal ser dispone para hacerlo es justamente la disponibilidad de las posibilidades dominadas. Lo que nos lleva a la manera como Friedrich Hegel, en la obra Fenomenología del Espíritu (1808), aborda la problemática del reconocimiento de la conciencia por medio de la antológica figuración de la “relación dialéctica entre el señor y el esclavo” (o, según el propio Hegel: independencia y dependencia de la consciencia de sí: dominación y esclavitud). Comentando Wallon, Merleau-Ponty (1949, p. 318) va a decir que la experiencia de “reconocimiento por la dominancia” es, simultáneamente, la comprensión de una “falta de poder” frente al semejante. Tal como en Hegel para quien el señor sólo puede reconocerse como señor por medio del consentimiento del esclavo, el cual a su vez, por consentir la dominancia al señor se niega a sí mismo, de suerte a inviabilizarse y por consiguiente al propio señor, que así se descubre en falta en relación a aquel que lo podría reconocer y consecuentemente, en relación a sí mismo; también para el niño, el reconocimiento de su propio poder pasa por la constatación de que el semejante, generalmente alguien tres meses menor, a él se debe someter. Pero eso implica, de parte del niño menor, una renuncia a su propio ser, y por consecuencia, la interdicción del reconocimiento que el niño mayor podría alcanzar. Junto a la negatividad del semejante (niño menor) el niño (mayor) descubre su propia negatividad. Luego, él tal como el señor hegeliano, necesita dedicarse a un nuevo semejante y, así, sucesivamente; lo que abre la cadena de desplazamientos metonímicos que define el deseo fluido. La vivencia del reconocimiento, en verdad, es sólo la experiencia del deseo de reconocimiento, la cual es infinita.
En la experiencia del deseo de reconocimiento no imaginario, de la misma forma, el niño experimenta su propia parcialidad frente a la presencia del semejante y, por ese medio, lo que en adelante va a exprimir como sexualidad. Esta no es más que el reconocimiento, en la forma de una tensión corporal, de la presencia siempre inminente del cuerpo del semejante, al cual se quiere dominar. Sexualidad, en este sentido, no tiene relación a determinado órgano o sistema corporal, pero la movilización motora y sensible del niño en relación a la posibilidad de hacerse con el cuerpo del semejante. La sexualidad, en este sentido, puede ser vivida de múltiples formas, pero siempre como una postura corporal frente a aquello que escapa al dominio, precisamente, el cuerpo del semejante. Además, hay en esa experiencia una suerte de frustración. Al final, el niño nunca consigue alcanzar algo que pudiese dominar integralmente. Más allá de la experiencia de los celos, en la cual experimenta un rompimiento en su vínculo con el cuidador, en la experiencia del deseo (reconocimiento por medio de la dominancia) el niño se depara con su propio límite, con su dependencia en relación al semejante. Se trata de pequeñas vivencias de frustración, las cuales, en la medida que se intensifican, van a constituir la base para que, más tarde, después de los tres años, el niño delibere la inhibición de su propio fondo de excitaciones. Las frustraciones, en este sentido, constituyen el génesis de los ajustes de evitación que, a partir de los tres años, se volverán muy frecuentes en los comportamientos de los niños. Trataremos de eso un poco más adelante.
Por ahora, vale recapitular que: confianza, celos primarios, crueldad y deseo (reconocimiento a través de la dominancia) son ejemplos de experiencias de contacto en que, a parir de un hábito adquirido, se produce un ajuste fluido, al cual Wallon –y, a la zaga de él, Merleau-Ponty (1949)- denomina de sociabilidad sincrética. En estas experiencias, en que el niño opera, junto a las posibilidades ofrecidas por la actualidad social, como un fondo de excitaciones disponibles –sin necesitar antes llenarlo o delirarlo-, verificamos la presencia de las dos primeras funciones elementales de un sistema-self, que son la función de acto (Yo) y la función ello. Mas, en ninguna de aquellas experiencias, ni siquiera en la experiencia de deseo (reconocimiento por dominancia), verificamos la presencia de la función personalidad. Esta es una adquisición tardía, la cual depende de la autodonación para el niño, de hábitos lenguajeros. En otras palabras: es preciso que la función ello, más allá de los hábitos motores, ahora entregue, a la función de acto (Yo), una orientación lenguajera. Solamente de esa manera la función de acto (Yo) podrá reconocer aquello sin lo que una personalidad no puede nacer, a saber, el “Gran Otro”.
5. El Gran Otro, el espejo y la formación de la personalidad
A partir del primer año de vida, Wallon cree (cfe Merleau-Ponty, 1949), los procesos de socialización vividos por los infantes se intensifican enormemente. Además de los cuidadores, otras personas comienzan a ser parte del mundo del niño y sobre todo, otros hábitos comienzan a donarse para él como “fondo de excitaciones”. La función ello parece amplificarse, de suerte a incluir, más allá de los hábitos motores, formas eminentemente instituidas en las relaciones sociales, precisamente, las formas lenguajeras, sean ellas orales, visuales o tangibles, aparezcan ellas por medio de la voz, de ciertas formas de escrita o performance. Se trata, en verdad, de una segunda forma de presentación del “pequeño otro”, de una segunda caracterización del fondo de excitaciones, lo cual, a partir de ahora, cambiará para siempre la vida del niño. Al final, en la medida que él asume los muchos aspectos donados como forma lenguajera, el niño descubre la presencia de una dimensión hasta entonces insospechada en su vida: el Gran Otro. Revelado en los pensamientos, valores e instituciones humanas, más allá de la transitividad motora y lenguajera vivida hasta allí, el Gran Otro desafía al niño a nuevos ajustes y abre para él una nueva función de socialización: la personalidad vivida como narcisismo imaginario.
Es casi unánime entre los teóricos que se ocupan del desarrollo infantil que, alrededor de los 18 meses, los niños comienzan a experimentar un segundo gran “milagro” en sus vidas. Se inicia para ellos aquello que podríamos estar de acuerdo en llamar de segunda etapa de la primera infancia. Tal etapa coincide con el momento en que, más allá de los hábitos motores, los niños testifican en sí mismas el brote de las formas lenguajeras. No que, antes de eso, ellos ya no estuviesen a las vueltas de tales formas. Desde los primeros balbuceos (característicos de los ajustes de llenado) hasta los ensayos de lenguaje “privado” (típico ajuste de articulación de hábitos gestuales que aún no funcionan como lenguaje), los niños ya se ocupan con rudimentos lenguajeros. Pero estos no eran todavía hábitos disponibles. Cuando mucho, se trataba de hábitos motores no integrados al fondo de otros hábitos (lo que justificaría los esfuerzos delirantes de los niños con menos de 18 meses en el sentido de constituir un lenguaje “privado”). O, incluso, aquellos rudimentos serían datos producidos en la realidad social, verdaderas demandas por inclusión en el universo de ese juego complejo que es el lenguaje adulto. Pero, tal como sucedió antes a los niños de 6 meses en relación a los hábitos motores, los niños de alrededor de 18 meses son sorprendidos por la aparición de una segunda versión del “pequeño Otro”, el cual ahora emerge del fondo como hábito lenguajero para orientar el habla. Por cuenta de este nuevo hábito, de esta nueva versión del pequeño Otro, el habla en los niños parece ahora “verter” de sus bocas (tratándose de un niño que oye) o de sus manos (si fuesen niños sordos inseridos en una comunidad de practicantes del lenguaje de señales), sin que ellos tengan que primero ensayar los movimientos orales o manuales requeridos. Es como si, por un pase de magia, ellos comenzasen a entender el uso de ciertos modos de hablar, al punto de habilitarse para emplearlos en contextos diferentes. Por cuenta de la autodonación del pequeño otro, ahora como hábito lenguajero, la función ello (que se manifiesta a esos niños) sufre una gran ampliación, habilitando a los pequeños hablantes a participar de una práctica social que antes no comprendían de forma alguna, precisamente: los juegos de lenguaje con los cuales los adultos y los niños mayores cambian demandas especiales, que son aquellas referidas a ese tercer hasta entonces ausente de la vida de los pequeñitos: el Gran Otro.
De hecho, en cuanto todavía no hablan espontáneamente, los niños son indiferentes a los valores semánticos y a las significancias asociadas al acto motor de vociferar o gesticular. La expresión “Pancho” pronunciada por el niño de 14 meses en respuesta a la pregunta de su padre (“¿quien es mi hijo amado?”) no significa que el niño se haya “identificado” a ese nombre. Tanto es verdad que, la misma pregunta hecha en un contexto geográfico distinto (en la casa de los abuelos, por ejemplo), o la mención del nombre “Pancho” por parte de un familiar distante no tiene efecto sobre el niño. Mientras no comienza a hablar espontáneamente, él no consigue entender la demanda por identidad vehiculada por la pregunta de su cuidador. Pero cuando finalmente se vuelve sensible a los hábitos lenguajeros, cuando las formas lenguajeras comienzan a donarse espontáneamente y, sobre todo, cuando pasa a notar la diferencia en los modos del empleo de esas formas, el empleo inusitado que ellas reciben en la voz del semejante, el niño finalmente “ve” lo que hasta entonces era invisible: el “mentor” de las palabras, o “dueño” de las frases, la “cosa” por detrás o junto al nombre pronunciado, el “valor social” que las conductas lenguajeras (por ejemplo, los garabatos) puedan tener… En fin, el niño vislumbra el Gran Otro más allá de los expedientes motores y gestuales que constituían, hasta ahí, el transitivismo primordial vivido en la forma de múltiples ajustes irreflexivos, no posicionales de una identidad imaginaria. Si es verdad que, en la forma de la dominancia, el niño acababa por descubrir, más allá de sus tentativas de control motor, la inalienabilidad del semejante, a punto de pasar a desearlo, tal experiencia todavía no daba a él la dimensión de la autoría o, tal vez, de la “autonomía” presente a lo deseado por detrás de las hablas. Pero, ahora, el niño pasa a percibir que hay “alguien” que se mueve, que habla, que también desea. Hay por detrás de la pregunta dirigida a mí, alguien que quiere saber de mí y, probablemente, hay un “alguien que soy yo” por detrás de mi respuesta. El Gran Otro funda, para el niño, el “mundo humano” más allá de las relaciones sociales vividas hasta allí de manera sensorial, sin “interioridad” imaginaria. El Gran Otro introduce, para el niño, la demanda por identidad, implanta en su existencia motora la presunción de que hay, para ella misma, autoría.
Ese descubrimiento para el niño, es marcante. De ahora en adelante, él no va más simplemente a jugar, hablar, moverse. Él necesitará encontrar “alguien” que le haga comprender “el porqué” de lo que pasa. No le satisface más sólo hacer: es necesario que haya alguien (encarnación del Gran Otro) para confirmar la existencia de sí como autor del hecho. Es necesario el testimonio de la madre, del padre, del hermano, del primo, en fin, de cualquiera junto a quien él pueda encontrar a sí mismo. Las personas pasan a cumplir para él la función de espejo. Lo que no quiere decir que no tuviese en cuenta el espejo hace mucho tiempo.
Antes de los 6 meses, los niños no eran capaces de desempeñar, ante la imagen especular, otro comportamiento que no la fijación alucinatoria; después de esa edad, la imagen especular pasa a ser integrada en una serie de juegos asociativos, que incluyen el cuerpo tangible del propio niño. Pero la asociación entre la imagen de la mano y la mano ella-misma no es diferente de la asociación que el niño hace entre la imagen y la posible presencia de alguien por detrás del espejo físico. Sus reacciones, hasta un poco antes de la adquisición del lenguaje, no son muy diferentes de aquellas desempeñadas por los chimpancés, como bien observa Köhler (1927), según comentario de Merleau-Ponty (1949, p. 310-313): con 57 semanas “el hijo de Preyer pasa la mano por detrás del espejo y, descontento, le da la espalda (conducta comparable a la de los chimpancés)”. Antes de hablar, el niño espera del espejo físico una especie de abertura motora, como si tal objeto pudiese dar continuidad a la acción que él iniciara. Después de la adquisición del habla, el comportamiento del niño en relación al espejo cambia completamente. Él no se decepciona más con el hecho de no haber nadie atrás del espejo, o con el hecho de que él no tenga profundidad táctil. Es como si el espejo no necesitase más prolongar para el niño la acción que este implementara. El espejo simplemente debe hacer como las palabras: revelar donde está el correlato íntimo del Gran Otro, donde está la respuesta a la pregunta que el Gran Otro le formuló: “¿quién eres tú?”.
Podríamos elaborar teóricamente ese fenómeno diciendo que el pasar del espejo físico al espejo lingüístico es un ajuste creativo establecido por la función de acto (en el niño) para pelear con el Gran Otro (que pueda manifestarse junto a las formas lenguajeras empleadas en la realidad social o actualizadas por el niño a partir del fondo). No es el lenguaje que se volvió para el niño un espejo. En verdad, es el espejo que se volvió lenguaje. Y no sólo el espejo físico: toda la imagen (visual, sonora, tangible…) se transformó para el niño en un lenguaje, en una versión del Gran Otro y, en ese sentido, en una demanda por identidad. De ahora en adelante, cualquier animal que se pueda ver en la naturaleza, cualquier figura estampada en un libro de historias significará una pregunta, una especie de pedido dirigido al niño: “¿será que le gusto al gatito?... Mira mamá: el dibujo animado me está guiñando”.
La construcción de ese espejo, de la representación imagética del Gran Otro, ni siempre se da tan inmediatamente así. El Gran Otro ni siempre es una evidencia para el niño. Lo que posiblemente explica los múltiples ajustes de asociación y disociación que muchos niños hacen con las formas lenguajeras ya adquiridas y, en ese sentido, disponibles al uso. No obstante consiguiendo hablar, ellos todavía no “entienden” lo que están diciendo. O incluso: ellos se perciben diciendo algo que no consiguen comprender, como si el Gran Otro se disimulase, no apareciese por entero. Es ahí, entonces, que esos niños necesitan volver a los ajustes de asociación y disociación delirante. A la diferencia de antes, ellos no estableceran associaciones o divisiones en la realidad para así suspender los hábitos motores, o los rudimentos del habla que hubiesen surgido demás. Ahora hay también que simular al interlocutor em la otra punta de las formas lenguageras. Hay que simular el
Gran Otro; lo que nos conduce a creaciones peculiares, como la de un niño de 2 años: él quedaba de boca abierta frente al libro del hermano mayor, con la esperanza de que las palabras saltasen para dentro de ella y comenzasen a narrar la historia (tal como hizo el personaje Emilia en una de sus aventuras en el “Sitio do Pica-Pau Amarelo”, conforme a la ficción creada por Monteiro Lobato). O, entonces, como es mucho más frecuente, testificamos aquellas experiencias de construcción de un “amigo invisible, oculto…”, el cual no es más que un delirio asociativo en que los niños reúnen los elementos que podría dar sentido a lo que se quiere de ellos en los lazos sociales en que están debutando. Cuando tales asociaciones fallan, permaneciendo la demanda no identificada, el niño puede operar de suerte a intentar aniquilar las muchas significaciones lenguajeras de que dispone. Él entonces se ajusta de manera disociativa, lo que significa decir, de manera de aniquilar los vestigios del Gran Otro. Es el caso de una niña de 28 meses que levantaba la tapa del basurero y gritaba dentro del cesto, como si, de esa forma, todas las palabras pudiesen ser echadas fuera.
Y, aun para aquellos niños que han conseguido comprender la presencia del Gran Otro, tal no significa que las cosas hayan quedado más fáciles. Al final, ¡el Gran Otro quiere saber muchas cosas! Y no hay en el repertorio de formas lenguajeras que se actualizan para los niños con menos de 02 años tantos recursos. Dicho en otras palabras: puede suceder que el niño no encuentre, junto al pequeño otro que se presenta para sí, junto a las formas lenguajeras de que dispone como fondo de excitaciones. Una respuesta lista. Por consiguiente, la alternativa para él es producir esa respuesta. Para tanto, tendrá que pedir auxilio al propio Gran Otro; o, más precisamente, tendrá que pedir auxilio a algo que, en la realidad social, represente el Gran Otro. Ese recurso también es un tipo de ajuste creativo, al que llamamos de “identificación activa”.
La identificación activa es una especie de transición entre la acción creadora de la función de acto (Yo) y la alienación característica de la función personalidad; como veremos a seguir. En la identificación activa, el niño, en primer lugar, se asocia a un Gran Otro que le ayude a articular las formas lenguajeras de que dispone, de suerte a producir su propia identidad. Él, entonces, empresta la identidad de alguien –como en el caso del hijo de W. Stern: al nacer una hermana, él “se identifica con la hermana mayor y se atribuye el nombre de ella: cree, así, estar asumiendo características de ella” (Merleau-Ponty, 1949, p. 320). De esa forma, puede enfrentar la demanda que le ocurre como resultado de la menor: “¿qué es tener una hermana menor?”. Probablemente, la mayor supiese. Pero, en ningún momento, ese saber vuelve al hijo como una adquisición que él pudiese reconocer como suya. O, en sentido inverso, en ningún momento el niño entrega su ser a ese saber (tal como sucede cuando ya puede disponer de la función personalidad).
En la identificación activa, en segundo lugar, puede suceder que el niño no encuentre, en la realidad social en que esté inserida, una imagen a la cual pudiese asociarse para responder a la demanda del Gran Otro. En este caso, el niño puede “hacerse el muerto”, lo que caracteriza una desistencia frente al Gran Otro. Se trata de una identificación negativa, la que también podemos llamar de depresiva. Este es el caso del niño de 36 meses que, no encontrando algo que pudiese aclararle sobre los motivos de la madre haberse ido (al final, la madre había muerto), decidió dormir para siempre, lo que le ahorraría de pensar en la cuestión. Pero, tanto cuanto la identificación positiva, la identificación negativa es un tipo de ajuste creativo. Y en ambas, se trata de una tentativa de articulación de fondo de formas lenguajeras junto a una imagen ya dada en la realidad, sea ella viva o muerta, presente o ausente.
Pero, una vez que el niño tiene las respuestas, él alcanza la posibilidad de entregarse a tales respuestas, en una “identificación pasiva”, que es la “alienación”. Se establece aquí, la primera formación de la “función personalidad”. También para Perls, Hefferline y Goodman (1951, p. 200), la función personalidad es la alienación de nuestra existencia en una imagen, en una “réplica verbal’ de nosotros mismos. Las imágenes, las réplicas de nosotros mismos son asumidas como verdaderos “introyectos” que, de ahora en adelante, pasan a significar nuestra unidad imaginaria frente al semejante. En cierta medida, asumir un introyecto es ejercitar la función personalidad. Lo que trae para nosotros una consecuencia teórica bien importante, a saber, que la personalidad no tiene relación alguna con una substancia o identidad innata. Ella es una construcción sociolingüística, fruto de un paulatino proceso de alienación en una imagen construida de manera sociolingüística, lo que significa decir, construida por referencia a ese interlocutor tardío, que es la cultura, el universo de introyectos surgidos como Gran Otro en nuestras vidas.
La vivencia de la personalidad, entretanto, no debe ser confundida como una operación mental, desprovista del colorido emocional típico de los ajustes sincréticos. Al contrario, se trata de una experiencia que despierta el interés del niño y lo divierte. En este punto, vale recordar los comentarios que Merleau-Ponty hace al respecto de la apropiación lacaniana de la noción de espejo propuesta por Wallon (1945): la experiencia del espejo según Lacan (1949) es mucho más que la aprensión cognitiva de la propia imagen (conforme piensa Wallon). Se trata de una vivencia afectiva, que eleva nuestro narcisismo a la condición de objeto de la fruición. Al final, a partir del momento que adquirimos una imagen, nos volvemos espectáculo para nosotros mismos. O, en las palabras de Merleau-Ponty (1949, p. 315):
Es que se trata de una identificación en el sentido pleno que el análisis de a ese término, a saber, la transformación producida en el sujeto cuando él asume una imagen. El niño se vuelve capaz de ser espectador de sí mismo. Ya no es sólo un yo sentido, sino un espectáculo; es él alguien que puede ser mirado. La personalidad, antes de la imagen especular, es el ello. La imagen va a posibilitar otra visión de la personalidad (alguna cosa que se puede y debe ser), elemento primero de un superyo. Esto puede ser considerado como la adquisición de una nueva función; contemplación de sí, actitud narcisista, y por ese hecho asume una importancia capital (la cursiva es del autor).
Es por eso que, para el niño, ejercitar la función personalidad es experimentar una especie de amor propio, el cual, de aquí en adelante, se va a volver en una de las más importantes monedas de cambio social en el campo sociolingüístico. Pero ese amor propio nunca coincide integralmente con aquello que el niño hace o siente. Al final, se trata de una imagen construida como referencia del Gran Otro; se trata de un “introyecto” a partir de la cultura, conforme al lenguaje tradicional de la terapia gestáltica. En este sentido, no puede abarcar todo aquello que se manifiesta para el niño (el fondo de hábitos que se excitan o, simplemente, la función ello), menos aún equivaler tal y cual a la acción que el niño desempeña siempre de modo individual e intransferible (función de acto). Y es aquí, en esta pequeña diferencia entre las producciones de la función de acto (Yo) a partir de la función ello, por un lado, y los valores imaginarios de la función personalidad, por otro, la base de aquello que los teóricos del desarrollo infantil van a llamar de “crisis de los tres años”. Sin embargo, frente a esa pequeña diferencia entre las producciones de la función de acto (Yo) y los valores imaginarios de la función personalidad, frente a la posibilidad de eventuales conflictos entre lo que para sí mismo es una excitación o una identificación con el Gran Otro, el niño decide retraerse por entero, lo que significa, por un lado, inhibir sus excitaciones y, por otro, declinar de ciertas identificaciones. Veamos esto con más detalle en el ítem que sigue al cuadro síntesis de los conceptos empleados hasta aquí.
6. la crisis de los tres años
Los teóricos del desarrollo infantil tienen especial interés en el tercer año de un niño. La conquista de la autonomía motora y lenguajera, bien como la ampliación del circulo social; ambos factores nos podrían llevar a esperar un incremento en los ajustes sincréticos y en las relaciones imaginarias vinculadas al placer. Pero no es lo que generalmente sucede. El niño quiebra la lógica de un desarrollo lineal y progresivo y, paradojalmente, se retrae como si aquello que, antes, era atractivo y placentero, ahora, se vuelve algo amenazador y doloroso. Tal vez el cambio más significativo, conforme Elsa Köhler (1926) consista en el hecho de que, a los tres años, el niño deja de atribuir su cuerpo o su pensamiento a otros. ¿Qué es entonces lo que pasa?
De hecho, si observamos un niño de tres años notaremos que él dejó de confundirse con las situaciones (de vivencia transitiva) y con los papeles sociales (a los cuales estaba identificado). Ahora “él es alguien que está más allá de sus diferentes situaciones”, bien como “más allá de los diferentes papeles” asumidos a partir de su alienación junto al Gran Otro (Merleau-Ponty, 1949, p. 332). Si es verdad que, por cuenta de la función personalidad, él consiguió hacer de sí mismo un espectáculo, de aquí en adelante no puede más ser público. La transitividad gozosa de las vivencias sincréticas, por un lado, y el placer y el desplacer implicado en el narcisismo imaginario, por otro, no pueden más ser compartidos. De ahora en adelante, todo pasa como si él debiese “representarse una situación en vez de sólo vivir en ella”. El habla no parece más vinculada a la acción e incluso su atención se traslada: “él realizando su acto” se vuelve “él viéndose actuar”. (Merleau-Ponty, 1949, p. 322).
En lo que dice respecto a la participación del semejante en sus actividades, el niño antes dejaba explícito que él necesitaba ser ayudado por un cuerpo auxiliar (fuese él alucinado, delirado, activamente escogido por un acto de identificación o disponible en una vivencia de contacto fluido). O, entonces, en los casos en que hubiese logrado una función personalidad, él dejaba explícito que necesitaba de alguien que encarnase la demanda por identidad (que caracteriza el Gran Otro). Pero, ahora, el niño parece preferir deliberar solo. Por cuenta de esto, reacciona al mirar ajeno de modo diferente: si antes de los tres años, él se sentía encorajado, a partir de los tres años, la sensación de estar siendo mirado causa en él mucha molestia. Si estuviese en el medio de un juego y fuese descubierto por tal mirar, el niño simplemente interrumpe lo que está haciendo. El mirar del semejante no es más una oportunidad para la ampliación de las posibilidades motoras, eminentemente lúdicas, tampoco ocasión para la vivencia del autoreconocimiento narcisista. Ante aquel mirar el niño ya no se siente más encorajado, confirmado. Él se siente compungido.
Y no se trata de vergüenza, como bien observa Merleau-Ponty (1949, p. 323): “(n)o se debe confundir compungido de ser mirado con vergüenza (vergüenza de la desnudez, por ejemplo, que sólo aparece por vuelta de los seis años) o con el miedo de ser reprendido”. Al final, el “compungimiento de ser mirado” es un acto, una acción que el niño inflinge a sí mismo o al semejante con el objetivo de interrumpir la situación que este siendo vivida, sea ella transitiva o imaginaria. Se trata, en este sentido, de un rechazo de sí o de una supresión del semejante. Tales actitudes no implican pedidos dirigidos a alguien; como en el caso de la vergüenza y del miedo. Estos últimos son procesos más complejos, que sólo algunos años más tarde posiblemente adquirirán en el niño una forma estabilizada. Ellos consisten en pedidos dirigidos al semejante con el propósito de implicarlo en la situación que se está viviendo. Avergonzarme, en este sentido, es confesar que me siento identificado al semejante en aquello que posiblemente rechazo en él. El miedo de la reprensión, de la misma forma, es una manera modificada, invertida, de decir a alguien que lo repruebo. Conforme veremos a seguir, vergüenza y miedo son dos tipos de ajustes creativos de evitación, típicos de los comportamientos neuróticos.
Sin embargo, el hecho de que a los tres años el niño aparentemente decline de ajustarse sincréticamente a los juegos que estén siendo desempeñados en el lazo social, o recuse el placer que pueda venir del hecho de él asumir una imagen, un papel, una personalidad frente a las demandas sociales, no significa, en hipótesis alguna, que él haya perdido esas habilidades. La función del acto y la función personalidad en el niño no desaparecen. ¿Qué es lo que sucede entonces? Hay para esa cuestión, diferentes respuestas, que no nos proponemos investigar. Incluso por que, la casi totalidad de ellas, se ocupa de producir una ficción en torno de determinados “hechos” que pudiesen explicar el retraimiento en las acciones y en las representaciones imaginarias del niño. Y para que no tengamos de pelear con la tarea infinita de rechazo de los contraejemplos que alguien pudiese recordar, preferimos establecer la analítica de la forma como las funciones de self en el niño puedan estar operando. Nuestra hipótesis es que tal vez se haya establecido un conflicto entre las funciones superiores, en los moldes de los conflictos que Freud (1923b, 1924), en su segunda tópica, reconoció haber entre el Ello y el Yo (de suerte a desencadenar una psicosis) y el Yo y el Superyo (los que nos llevaría a la neurosis); aunque los operadores de la segunda tópica freudiana (Ello, Yo y Superyo) no tienen equivalencia con las funciones del sistema self (función ello, función de acto y función personalidad). Para ser más precisos, tal vez debiésemos decir que, para los niños con aproximadamente tres años, las producciones de la función de acto (los ajustes en general, especialmente los ajustes fluidos o sincréticos) podrían entrar en ruta de colisión con las identificaciones imaginarias al Gran Otro producidas en cuanto función personalidad. Tal conflicto podría establecerse, hipotéticamente, por cuenta de que, después de los tres años, el niño comenzaría a percibir que el amor imaginario asegurado por la generosidad del Gran Otro (que los padres encarnan) no es capaz de abarcar la multiplicidad del “pequeño otro”, la diversidad de las formas habituales que a él se donan como excitaciones en los ajustes diversos, especialmente en los ajustes sincréticos. Sustentar la identificación al Gran Otro sería, para el niño, renunciar, aun que parcialmente, a aquello que se manifestase a él como “pequeño otro”, como excitación. Desde este punto de vista, el amor imaginario ofrecido por el Gran Otro se habría vuelto barrera a la fluidez de otrora. Para los niños después de los tres años, todo pasaría como si los padres de ahora, encarnación del Gran Otro, no coincidiesen más con los padres de la experiencia de la confianza (que tal vez sea uno de los ajustes sincréticos más primordiales). Habría entre ellos una distancia imposible de ser recorrida. Lo que explicaría por que el niño ahora no querría más entregarse a las situaciones, prefiriendo representarse en ellas; al final en ninguna experiencia él estaría entero.
Esta es, entonces, la crisis de los tres años, entendiéndose por eso un conflicto entre los ajustes sincréticos y las identificaciones imaginarias: por un lado, la entrega al transitivismo no confirma las expectativas del Gran Otro; por otro lado, el placer venido de la concordancia con el Gran Otro no puede incluir la totalidad de lo que se vivía en el transitivismo (ajuste fluido). Lo que coloca al niño frente a un dilema: o él “desiste” de sus identificaciones con el Gran Otro, suprimiendo” el placer narcisista que tales identificaciones entregan – lo que va a exigir de él comportamientos antisociales. O, entonces, él “rechaza” el transitivismo de los hábitos - lo que va a exigir del niño una acción directa sobre su propio cuerpo, una “inhibición” de las excitaciones que se actualizan para él. Las dos reacciones constituyen el génesis de dos nuevos ajustes, los cuales vienen a agregarse a aquellos ya constituidos, cuáles son todos ellos: ajustes de llenado, asociación y disociación, de identificación positiva y negativa, ajustes fluidos y, ahora, ajustes antisociales y de evitación (o de autoinhibición).
Tratándose de los ajustes antisociales es necesario decir que ellos tienen su génesis en las vivencias de desistencia establecidas por los niños en relación a las identificaciones con el Gran Otro. En función de la frustración que tales identificaciones pueden representar para la continuidad de los ajustes sincréticos, los niños deciden declinar de continuar ligados a las imágenes a las cuales se asociaron. En cierta medida, el niño comprende los riesgos que corre y atribuye, al Gran Otro, la responsabilidad por tales riesgos. Consecuentemente, delibera romper con el Gran Otro, lo que significa declinar del placer que experimentaba como resultado de la identificación imaginaria con él. El niño lo hace de diversos modos: quebrando juguetes, usando “garabatos” que tengan efecto agresivo junto a los interlocutores, rechazando alimentos asociados a las expectativas de los cuidadores, volviendo a hacerse pipí en la cama… se trata de pequeñas transgresiones por medio de las cuales los niños deniegan sus identificaciones a las expectativas sociales. Además, es en este momento que comienzan a surgir mentiras, que los niños con 4, 5 años dominan con maestría: mentir es denegar la identificación que se experimentó con determinada imagen, sea ella una acción, un estado o una pasión que puedan ser representados en el lenguaje. También verificamos un tipo bien específico de agresividad contra el propio cuerpo, la cual no se confunde con los comportamientos sadomasoquistas (una vez que estos son sólo ajustes sincréticos en que se vive la crueldad a veces de modo activo, a veces de modo pasivo). La autoagresividad, en este momento, consiste en una tentativa de aniquilamiento de las características sociales representadas por el cuerpo, tentativa esta que envuelve desde actitudes de ocultación deliberada de partes de sí (como si tuviese vergüenza, aunque no se trata de vergüenza, sino de una denegación), hasta fantasías sobre su propio origen: “¿soy realmente hijo de ella?”.
Estas experiencias no producen, evidentemente, placer (ya que el placer es la identificación al Gran Otro). Pero pueden ser asimiladas como hábitos; lo que significa que siempre pueden volver y, en este sentido, generar excitación o gozo. De donde se sigue que, vivencias sistemáticas de “denegación del Gran Otro”, en la medida que son asimiladas como fondo de excitación, pueden retornar a la frontera de contacto. Ahora no más como deliberaciones supresivas, sino como acciones antisociales inconscientes, modos de gozo desvinculados de las demandas sociales. El retorno de tales vivencias siempre estará vinculado a un tipo de producción actual de la función de acto en los niños (supuestamente ya mucho más creciditos, con más de 6 años), cual sea tal producción: la repetición de una determinada imagen o representación social por cuya aniquilación el niño tiene especial preferencia: fetiche. He ahí los ajustes antisociales. Ellos consisten en la repetición inconsciente de acciones supresivas contra determinadas imágenes a las cuales los protagonistas activos siempre retornan en la forma de fetiche.
Frente al conflicto (crisis de los tres años) envolviendo, por una lado, la salvaguarda de los ajustes sincréticos, y por otro, la mantención de las identificaciones con el Gran Otro; el niño también puede –inversamente a lo que vimos respecto de las acciones supresivas- operar a favor de las identificaciones y contra sus excitaciones. Lo que significa decir que, en vez de suprimir las imágenes que encarnan las demandas que inflingen, a las excitaciones vividas por el niño, alguna suerte de barrera, ese mismo niño puede “rechazar” sus excitaciones por medio de “actos de inhibición” de la actividad muscular (por cuyo medio aquellas excitaciones podrían ser realizados o, lo que es lo mismo: repetidas). Los actos de inhibición siempre son posturas o comportamientos de contención de los movimientos de expansión en la forma en que los hábitos de otrora ganarían sobrevida, repetición, recreación; lo que es lo mismo que alcanzasen satisfacción. Se trata, conforme ya dijimos, de acciones de defensa que la función de acto en el niño delibera como resultado de una amenaza que él pueda sufrir de cara a las barreras impuestas por el Gran Otro. A partir de los tres años, el niño ya tiene más autonomía para deliberar y protegerse contra aquello que pone en riesgo las ligaciones inquebrantables que tiene con su fondo de excitaciones. Inhibirse, aquí, es al mismo tiempo proteger el sincretismo del cual él nunca se separa.
Sin embargo, es importante recalcar aquí que, diferentemente de los actos supresivos (los cuales se ocupan de aniquilar determinadas imágenes sociales), los actos inhibitorios no son tentativas de aniquilamiento de las excitaciones. Por cuenta de la acción de los actos inhibitorios, las excitaciones son rechazadas, pero no suprimidas. Conforme Merleau-Ponty, en afinidad con la posición de Wallon: “(p)arece que la crisis de los tres años es realmente un momento decisivo, pero el sincretismo es rechazado, más que suprimido”. Si es verdad que el “(e)l niño toma conciencia de la distancia entre el yo y el otro, percibe que existen barreras”; si es verdad que, por causa de esas barreras, su “transitivismo es rechazado” (Merleau-Ponty, 1949, p. 323), tal no significa que sus excitaciones dejaron de existir o de producir efectos. Incluso que el niño continúe inhibiéndolos hasta la vida adulta, las excitaciones transitivas que lo ligan al semejante continuarán presentes al entonces adulto; tal como en el caso de un amante que decidió no influenciar más a su amada: “(s)ea cual fuese su actitud, ella actuará sobre el otro, hasta incluso por el simple hecho de negarle la aproximación. Es un paradojo no querer interferir en la voluntad del ser amado. Amar es aceptar sufrir la influencia por parte del otro y ejercerla también sobre él.” (Merleau-Ponty, 1949, p. 323) Al final, “(s)i estamos ligados a alguien, sufrimos con su sufrimiento. Estar ligado a alguien es vivir su vida, por lo menos en intención. La experiencia de otros es necesariamente alienante para mí. Amar es afirmar más de lo que se sabe. (Merleau-Ponty, 1949, p. 323-324). E incluso que declinen del amor que puedan sentir, de las formas de gozo que todavía sientan vibrar, los niños –así como los amantes- continúan comunicando en los intervalos de sus gestos y en la forma de una tensión característica, que es la ansiedad, que todavía tiene esperanza de vivir el transitivismo de otrora. Conforme Merleau-Ponty, “(t)oda relación con otros es (…) algo que se realiza en estado